A LOS OJOS

22.2.08

Miró a Roberto a los ojos, y, por un momento, dudó. Pero las cartas estaban tiradas desde hace mucho tiempo y era imposible recogerlas, para intentar una jugada distinta. Fueron cinco segundos eternos. Durante ese lapso de tiempo, todo pareció incorrecto. Por unos instantes pudo sentir las palabras de Dios deslizarse por sus oídos e instalar el miedo en su vida. Quién diría que ese hombre que ahora sostenía con mano trémula una pistola, mató a niños y mujeres, para llegar hasta la víctima que tenía en frente. Toda la sangre derramada, de repente, se transformó en un río de innecesaria violencia, con una corriente tan fuerte y brutal que casi arrastró a la bestia al arrepentimiento.

Roberto, pese a sus heridas y a las náuseas producidas por los constantes golpes en su cabeza, pudo percibir esa grieta en el duro actuar de su victimario. Balbuceó palabras desesperadas y buscó el perdón en el oscuro corazón que poseía su destino. Pero supo que sus esperanzas eran falsas cuando el asesino cargó el arma y, en un abrir y cerrar de ojos, trajo de vuelta la mirada del diablo. Incluso la lágrima llegó tarde. Coincidió con el momento de maldad pura y de brutalidad inquebrantable. Fue un residuo tardío de esos segundos de humanidad.

Cargó la pistola y olvidó esa mirada. Congeló su sangre y disparó. Fue un tiro a quemarropa en la frente. La sangre cubrió la humedad de la pared y comenzó a escurrir hasta el desagüe. Los ojos de Roberto estaban blancos y los restos de cerebro caían como vómito por el orificio de salida del proyectil. La misión estaba cumplida. Otra muerte ajena agregada a lista. Dejó el cadáver ahí, amarrado a la silla, desangrándose y pagando sus propios pecados. El asesino dejó el galpón, llevándose las huellas y dejando el perdón bañado en un charco de sangre.

Golpes

5.1.07

Después de muchos intentos, por fin, Susana aceptó la invitación. Era fin de mes, así que recién le habían pagado. Rodrigo se preparó toda la tarde, para lucir bien ante la mujer que lo obsesionaba. Se bañó, se afeitó y se perfumó para lucir bien a la hora de la cita. La invitó al cine. Ocuparía la impunidad de la última fila para seducirla. Él llegó media hora temprano. Mientras esperaba, sacó unas monedas de su bolsillo, fue a una botillería cercana y compró una cerveza. Susana apareció justo a la hora señalada. Se saludaron con un beso que casi aterriza en la boca y se dirigieron a la boletería. Mientras decidían que película querían ver, Rodrigo sintió algo extraño. Un inusual sentimiento de inseguridad lo invadió. Cuando llegó el momento de pagar la entrada, el terror se apoderó de él. Por más que buscó en sus bolsillos, no pudo encontrar la billetera. Hizo un recuento de su viaje, y se dio cuenta que el joven colocolino que se sentó a su lado no era tan inocente como lo pensó. Se demoró un poco en decirle a Susana que no tenía plata ni para invitarla a una sopaipilla. A ella le tomó menos tiempo subirse a un taxi y marcharse

Rodrigo caminó de regreso a su casa. Cuando pasaba frente a una botillería, las ganas de tomarse un trago lo inundaron. La pena, la frustración, la impotencia y la masturbación como único panorama seguro ayudaron a que la sed fuera insoportable. Se tocó el bolsillo trasero de su pantalón y sintió un pequeño bulto. Una contradicción invadió la cabeza de Rodrigo: se odiaría el resto de su vida si era la billetera. Pero, por otro lado, la garganta le pedía a gritos un poco de alcohol. Una cerveza, un vino, lo que fuera, pero su organismo necesitaba mucho alcohol… Y era su billetera.

Se sentó en la cuneta a revisar la billetera. Papeles inservibles, poemas malos y otros no tanto, fotos de mujeres desnudas y cartas de amor que nunca entregó la rellenaban. Pero lo que más le importaba a Rodrigo eran los cien mil pesos que había en el interior. A Susana ya la había perdido. No valía la pena volver a soñar con esas piernas, ese culo, esas tetas, esa cintura, esa lengua. Cerró la billetera, la metió en el bolsillo y entró a la botillería.

Compró la mitad del dinero en cerveza y vino. Hizo parar un taxi y le indicó el camino hasta su casa. La carrera costó diez mil pesos. Entró con mucho cuidado. El piso era de madera y dio cada paso como sabiendo dónde sonaba y dónde no. Caminó con las bolsas sobre su cabeza, para no botar ninguna de las figuritas de yeso y cristal que adornaban los muebles. La habitación de Rodrigo estaba en el fondo del patio. Ahí tenía de todo. Hasta baño propio. El perro de la casa se le tiró encima y casi lo hace perder el equilibrio. Se mantuvo en pie como pudo y llegó a la puerta trastabillando. Por suerte, no perdió nada de lo que tenía en las bolsas.

Cerró la puerta con llave y prendió la radio. Se sentó a los pies de su cama y comenzó a revisar las bolsas. Una a una fue dejando las botellas de cerveza y vino en el piso. Se recostó y sacó una foto de Susana desde el bolsillo interior de su chaqueta. La tomó con sus dos manos, extendió sus brazos y la puso frente a su cara. La miró un momento y después la rompió. La cortó en cuatro pedazos. Metió una mano bajo la cama y extrajo una pequeña cesta de color verde que ocupaba de basurero. Se volvió a sentar. Abrió una botella de vino y comenzó a beber.
Durante la noche se tomó casi todas las botellas de vino. Al otro día, al despertar, tenía la ropa llena de vómito y sangre. El vómito no lo sorprendió. Fue la sangre la que lo asustó un poco. No podía recordar de dónde había salido esa gran mancha roja que tenía en su camisa. Intentó pararse y un fuerte mareo lo abordó. Intentó afirmarse de una pared, pero fue en vano. En un abrir y cerrar de ojos, su cuerpo volvió a estar inerte en el suelo de su habitación. El día transcurrió, y cuando el sol comenzaba otra vez a ocultarse, Rodrigo abrió los ojos y trató de parase de nuevo. Ahora, no sin dificultades, lo logró.

Fue hasta el baño que había en su pieza. Se miró al espejo y vio la decadencia de occidente reflejada en un solo hombre y una gran herida en la parte superior de su cabeza. Antes de que se prometiera dejar de beber por enésima vez, los azulejos del baño comenzaron a venírsele encima. Las paredes empezaron a girar cada vez más rápido. La sangre brotó nuevamente y cayó sobre sus ojos. El estómago se le revolvía. Las piernas le temblaban. Un frío repentino lo atacó por la espalda. Cayó de rodillas al piso frente al lavamanos. Se balanceó hacia delante y se golpeó la frente. Una nueva herida se abrió en su cabeza y el baño se pintó de rojo. No se levantó más.

La madre de Rodrigo, Luisa, se preocupó al quinto día sin noticias de su hijo. Él acostumbraba a irse de parranda y terminar en los lugares más insólitos. Por lo mismo no era extraño que desapareciera unos días. Pero esta vez fue distinto. Ella sentía que algo extraño había ocurrido con su hijo. Siempre tuvo miedo de que muriera de mala manera. Pero nunca había sentido la angustia que la invadió en ese momento. Podía oler el cuerpo putrefacto de Rodrigo. No sabía qué hacer, a quién llamar para preguntar por su paradero. Las únicas personas que visitaban a su hijo eran hombres que iban cobrarle alguna deuda. De amigos, nada. Al menos ninguno que ella conociera.

Cuando el cuerpo de Rodrigo comenzó a descomponerse, un olor insoportable invadió su pieza. El sol golpeaba con fuerza y hacía más insoportable el aire. Las moscas se agolpaban en la ventana y luchaban por entrar a darse un gran banquete. El hedor colmó toda la habitación y ya no encontraba lugar para regarse más. Se empezó a colar por debajo de la puerta y las ventanas. El patio se volvió irrespirable. El perro, que ya había ladrado tres días seguidos a causa del olor, no aguantó más y se fue a refugiar debajo de la mesa del comedor. El olor llegó a la casa y Luisa supo que algo raro había pasado. Todos sus temores se hicieron, de repente, tan reales como el olor que la tenía al borde de vomitar.

Para averiguar que había ocurrido, debía romper una de las reglas que existían entre ella y su hijo: nunca entrar a la pieza de Rodrigo. Desde que él tenía dieciocho años que su madre no entraba a la habitación ubicada en el fondo del patio.

Cuando Rodrigo cumplió la mayoría de edad, su padre se fue de la casa con la amante que mantuvo por años. El golpe fue brutal para el joven. El modelo de su vida se había marchado, dejando a la deriva, en un mundo lleno de rincones oscuros y tenues llamas de esperanza, al desamparado hijo. Su consumo de alcohol había comenzado a los quince años, pero siempre dentro de parámetros normales. Luego de que su padre lo abandonó, Rodrigo empezó a beber con más frecuencia y en mayores cantidades. La violencia se transformó en el escudo que lo protegería de los monstruos del mundo que lo atormentaba. Todo lo resolvía peleando y los combos eran su mejor argumento. Estuvo varias veces detenido por riñas callejeras. Su madre, una mujer de débil carácter y tan indefensa como su hijo, no supo como controlar al monstruo que crecía en su hogar. La situación empeoró. Rodrigo comenzó a vaciar los tormentos de su alma, golpeando a su madre. La acusaba de no haber cuidado bien a su papá. Para él, el mal cumplimiento de su rol de mujer, llevó al jefe de familia a abandonar el hogar. Rodrigo tomó el lugar de su padre. Se convirtió en el dueño de la voluntad de Luisa, reduciéndola a un mueble más dentro de la casa. La humillaba y la insultaba constantemente. De ahí en adelante, los golpes fueron habituales y ella se transformó en un fantasma que recorría los pasillos de una casa fría y oscura, prisionero del miedo y la violencia

Todo fue así hasta que abrió la puerta.

La madre venció el miedo y abrió la puerta. La habitación comenzó a mostrarse de a poco ante sus expectantes ojos. Las bolsas con botellas de cerveza y vino estaban tiradas por el piso. Las botellas vacías se esparcían por la pieza como flores en el campo. La cama estaba desordenada, pero se notaba que nadie había dormido en ella. Luisa entró con pasos tímidos y un ligero temblor en las piernas la acompañaba. La lucha contra el miedo era dura. Los recuerdos de las incontables golpizas se mezclaban con las paredes, los muebles, con todo. El olor era una mezcla entre la descomposición, el alcohol, la sangre coagulada y la incertidumbre. Se dirigió lentamente hacia el baño. Daba cada paso con mucho cuidado. La puerta del baño estaba entre abierta. La empujó con su ser lleno de dudas. Rodrigo estaba de boca contra el piso. Tenía una herida en la cabeza. Ya no sangraba. La sangre se había acabado. Estaba muerto.

Luisa cerró la puerta por fuera y corrió hasta la calle. Llegó a la esquina y dobló en dirección a la carnicería. La cortina metálica estaba cerrada y cuatro candados aseguraban el local. Luisa abrió una pequeña puerta de metal que había a un costado. Corrió hasta el final de un estrecho pasillo y llegó a una casa ubicada en un patio interior. Toco la puerta y un fornido hombre de bigote grueso y peinado hacia atrás, atendió el llamado. Luisa entró y no salió de ahí hasta que el sol se ocultó.

El carnicero llevaba en su mano derecha uno de los cuchillos que ocupaba en su negocio. En la otra, un paquete de bolsas de basura color negro. Luisa apuraba sus pasos para poder ir al ritmo de Jaime. Hicieron todo el camino de vuelta hasta pararse enfrente de la puerta de la habitación de Rodrigo. Luisa sacó la llave de su bolsillo y la abrió. Lo hizo muy despacio. La empujó hasta el fondo, Jaime entró primero y ella lo siguió. Llegaron al baño y el carnicero se encontró con el cuerpo del hijo fallecido. Luisa salió al patio y Jaime se quedó adentro haciendo su trabajo. Tomó su cuchillo y comenzó a cortarlo en pedazos. Primero le cortó las extremidades y las metió en una bolsa plástica. El resto del cuerpo lo cortó en cuatro y guardó las partes en las otras bolsas que traía. Tomó ambos paquetes y los sacó de ahí sobre sus hombros. Jaime le dijo a Luisa que vigilara las bolsas, que el perro no las revisara. Él iba a su casa y volvía en seguida. Cinco minutos más tarde, una camioneta blanca con un toldo negro en la parte de atrás esperaba frente a la casa de Luisa. Jaime se bajó, caminó hasta el patio, tomó las bolsas y las llevó hasta la camioneta. No se preocupó en acomodarlas. Las tiró con algo de desprecio. Se sentó tras el volante y Luisa le hizo compañía desde el asiento del copiloto. El vehículo encendió sus motores y se perdió en la oscuridad.

Media hora más tarde, lejos de la ciudad y de un pasado lleno de miedo, la pareja tomó las bolsas y las dejó amontonadas junto a colchones y tasas de baño desechadas por el tiempo. La madre miró por última vez a su hijo. Algo de pena sintió, pero no alcanzó para convertirse en arrepentimiento. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no estalló en un llanto desconsolado. Comenzó a sentir frío. Un ligero temblor le recorrió el cuerpo. Jaime se acercó y la abrazó por al espalda. La puso mirando hacia él y le dio un beso. Después de diez años, por fin, pudieron amarse.







¿ Dónde están?

11.12.06

Su esposo trabaja hasta los domingos, para poder pagar la universidad de su hijo, Pablo. Ella lo espera y le prepara una rica carbonada. Mientras pela una papa, su hijo la interrumpe y le da un abrazo. La aprieta y, con los ojos cristalinos, le dice al oído que el dictador está muerto. La mujer suelta unas lágrimas y se acuerda de Armando, su hijo desaparecido. Hace más de treinta años que salió a comprar pan y aún no vuelve. Ella ya no lo espera. Sabe que el odio se lo llevó y no lo devolverá jamás. Todos los recuerdos se le vienen de golpe a la cabeza. La angustia de las primeras horas, la incansable búsqueda en la que se transformó su vida y la impunidad con la que caminan por la calle los culpables se vuelven imágenes reales y dolorosas. No estaban olvidadas. Sólo escondidas, para tratar de vivir mejor. Pero no se puede.

La madre piensa que su Armando estaría saltando en la Plaza Italia en este momento. Ella no sabe qué hacer. El dictador se fue sin pagar. No es que quiera venganza, pero no encuentra justo que él pueda ser enterrado por sus familiares y su desaparecido retoño siga sin descansar en un lugar que sólo la maldad humana conoce. Su otro hijo le pregunta si está feliz. Ella no sabe qué responder. La maldad no ha muerto, sólo uno de sus representantes. Su Armando no volverá. Pero el hecho de no compartir más el mismo país con el dictador la hace estar algo satisfecha. Se siente un poco más libre. Pero nunca feliz. Ella no sabe dónde está su hijo. Nunca lo sabrá. La muerte es sólo un paso más en el cobarde escape de un hombre que tomó a dios como estandarte de su paso diabólico y lleno de sangre.

La madre prende una vela frente a la foto de su hijo desaparecido. Mientras la ve consumirse, piensa en lo que está pasando. Tiene miedo de que la historia no juzgue al dictador como se lo merece. No quiere que su hijo sea un accidente en la vida del monstruo que se disfrazó de presidente. No quiere que la salvación económica entierre a su hijo en el olvido. No quiere honores de estado.

El esposo llega y lo primero que hace es abrazarla. Pablo se suma al recuerdo del hermano que nuca conoció.

Pinochet ha muerto. Es deber nuestro que la justicia no lo haga.

5 Días

11.11.06

Era de noche. La calle estaba vacía y, de vez en cuando, algún auto se asomaba por ahí. Miró por la ventana del cuarto piso y vió a dos hombres, pegándole a otro tipo como si fuera un animal. Observó un momento y después sintió que era una situación que debía fotografiar, para tener una anécdota que contar a sus amigos. Fue hasta su pieza, sacó la cámara fotográfica de su velador y volvío a la ventana. Ahora, el tipo ya no se defendía. Estaba tirado sobre la vereda y recibía las patadas sin reclamar. Parece que no podía. Desde arriba, disparando la cámara como loco, Raúl Briones, era el único testigo de la golpiza. Cuando el tipo ya no tenía más dientes que perder y la sangre teñía por completo el pavimento de rojo, una camioneta chevrolet luv doble cabina se detiene frente a la escena. Los hombres toman el cuerpo del tipo y lo tiran en la parte de atrás del vehículo. Cuando se retiraban con dirección hacia la costa, la camioneta se detiene, los hombres se bajan y dejan que se vaya sin ellos. Miran hacia la ventana donde estaba Raúl y cruzan la calle hasta la puerta principal del edificio. Raúl se percata de esto, cierra la ventana e intenta escapar. Pero le es imposible cumplir su meta: Los hombres ya están detrás de la puerta y cuando Raúl la abre sólo encuentra un combo para su nariz.
La luz volvía de apoco a los ojos de Raúl. Mientras los abría, la figura de los dos hombres pasaba de una mancha a una imagen aterradora: los cañones de dos inmensas pistolas lo apuntaban a la cara. Intento pararse, pero estaba amarrado a la silla con sus mejores corbatas. Tenía las muñecas moradas y los pantalones meados. La habitación se había llenado de botellas vacías, condones usados por todas partes y un extraño olor en el ambiente. Comenzó a gritar que lo soltaran, que lo dejaran en paz, que no diría nada. Las lágrimas se le salían y la pera le empezaba a temblar. Uno de los hombres va a la cocina y vuelve con un vaso de agua, se lo lanza en la cara y le pega una cachetada. El pobre Raúl ya no da más, sólo quiere que lo suelten. Otro golpe aterriza en la su cara. Otra vez todo a negro.
La cámara con las fotos está sobre la mesa de centro. La habitación ahora está sin basura. Ya no hay nada de desperdicios. La casa está más limpia que nunca, el brillo del piso es casi insoportable y el olor a cloro está por todas partes. Raúl despierta y, de apoco, se va dando cuenta que algo extraño ha pasado. Su nariz está rota y llena de sangre. Ya no tiene camisa y su pecho tiene cortes por todos lados. Uno de los hombres se acerca con un frasco en la mano, lo destapa y le tira lo que hay en el interior: sal. Raúl pone el grito en el cielo y comienza a llorar otra vez. El otro hombre aparece y con un citurón comienza a golpear al pobre Raúl.
Ya van tres días. Los hombres descansan. Sus chaquetas azul marino están colgadas en las sillas del comedor. Sus camisas blancas dan vueltas en la lavadora, mientras ellos se mueven hasta la cocina para comer algo. Ya casi no queda nada en el refrigerador. Con una moneda al aire deciden quien saldrá a comprar al súpermercado que está en la esquina. Hacen la lista, pero no se dan grandes lujos, saben que la myoría del dinero es para el diazepan. Siempre son más de diez cajas las que se compran. Mientras uno baja a comprar, el otro se pone a ver televisión. Cambia de canal en canal y se detiene en el de los animales. De repente, Raúl despierta y comienza a pedir auxilio. Lleva tres días sin comer y ha sido golpeado y drogado reiteradamente. El hombre se para y le dice que se calme, que nadie puede escucharlo. La puerta se abre y el hombre que había salido a comprar entra por ella. Trajo comida china. En el súpermercado había un asalto y no pudo comprar por más que insisitió.
Otra vez los hombres están de fiesta. Cada uno con una mujer. En la pieza principal y en frente de Raúl se desarrolla la acción. El guardian sufre un pequeño problema y se va antes de tiempo. La mujer no queda totalmente satisfecha y humilla al pobre hombre sólo como una mujer puede hacerlo. El hombre la golpea y se marcha al baño, cierra con llave y se manda unas líneas de coca. La mujer golpeada e insatisfecha no tiene intenciones de quedarse así. Mira alrededor, camina por la habitación, su mirada se pega en el cuerpo inerte de Raúl y se lanza a lo suyo. Como puede le saca los pantalones y lo deja con su verga la aire. Se la masajea y nada, no pasa nada. La verga de un inconciente es difícil de erectar. El hombre vuelve del baño y ve la desesperada escena. Toma a la mujer, la tira contra el sillón y procede a violarla. El hombre saca su tula antes de eyacular y lo hace en la cara de la mujer. A la media hora, la otra mujer sale de la pieza y ambas son echadas a patadas del departamento.
Quinto día. El teléfono suena. Es Jaime, un amigo de Raúl. Llama para saber por qué ha faltado todos estos días al trabajo. El violador contesta el llamado, pero aún está bajo los efectos de la noche anterior y habla más de la cuenta. El amigo se entera que Raúl será ajecutado ese mismo día y que no será de la manera más bonita: Los hombres piensan quemar el lugar con Raúl adentro. El bocón es castigado por el otro hombre con un certero golpe en la nuca, cae y se golpea la nariz contar la mesa del teléfono. En ese momento despierta Raúl, atontado como ha sido la tónica durante estos cinco días, y pide comida. Sólo recibe como respuesta un golpe en el estómago. Comienza a vomitar y se esparce todo por el piso. Mientras los hombres limpian, suena el timbre de la puerta. Uno de ellos se para y mira por el ojo mágico. Al otro lado , un hombre peinado a la gomina apunta con una arma. A su espalda, cinco hombres hacen lo mismo. El secuestrador entra en pánico y comienza agritar a todo pulmón que están cagados y que no quiere ir a la cárcel. Mientras se tranquilizaban, la policía no esperó más y derribó la puerta con la espectacularidad que los caracteriza. Los hombres de la ley entran disparando sin ton ni son. Él único caído en el ayanamiento es Raúl, que, atado a esa silla, no pudo cubrise de la lluvia de balas.
Lo encontaron muerto en un peladero. El afamado periodista Jorge Salvatierra fue hallado luego de cinco días de intensa búsqueda. El hallazgo se pudo concretar gracias a la ayuda de la señorita Graciela Pérez. Esta mujer tenía en su poder unas fotos con el momento de la paliza que le quító la vida al afamado reportero. Gracias a este caso, quedó al descubierto un plan para evitar que se conociera el papel de la policía en el caso de tráfico de organos.