A LOS OJOS

22.2.08

Miró a Roberto a los ojos, y, por un momento, dudó. Pero las cartas estaban tiradas desde hace mucho tiempo y era imposible recogerlas, para intentar una jugada distinta. Fueron cinco segundos eternos. Durante ese lapso de tiempo, todo pareció incorrecto. Por unos instantes pudo sentir las palabras de Dios deslizarse por sus oídos e instalar el miedo en su vida. Quién diría que ese hombre que ahora sostenía con mano trémula una pistola, mató a niños y mujeres, para llegar hasta la víctima que tenía en frente. Toda la sangre derramada, de repente, se transformó en un río de innecesaria violencia, con una corriente tan fuerte y brutal que casi arrastró a la bestia al arrepentimiento.

Roberto, pese a sus heridas y a las náuseas producidas por los constantes golpes en su cabeza, pudo percibir esa grieta en el duro actuar de su victimario. Balbuceó palabras desesperadas y buscó el perdón en el oscuro corazón que poseía su destino. Pero supo que sus esperanzas eran falsas cuando el asesino cargó el arma y, en un abrir y cerrar de ojos, trajo de vuelta la mirada del diablo. Incluso la lágrima llegó tarde. Coincidió con el momento de maldad pura y de brutalidad inquebrantable. Fue un residuo tardío de esos segundos de humanidad.

Cargó la pistola y olvidó esa mirada. Congeló su sangre y disparó. Fue un tiro a quemarropa en la frente. La sangre cubrió la humedad de la pared y comenzó a escurrir hasta el desagüe. Los ojos de Roberto estaban blancos y los restos de cerebro caían como vómito por el orificio de salida del proyectil. La misión estaba cumplida. Otra muerte ajena agregada a lista. Dejó el cadáver ahí, amarrado a la silla, desangrándose y pagando sus propios pecados. El asesino dejó el galpón, llevándose las huellas y dejando el perdón bañado en un charco de sangre.