Golpes

5.1.07

Después de muchos intentos, por fin, Susana aceptó la invitación. Era fin de mes, así que recién le habían pagado. Rodrigo se preparó toda la tarde, para lucir bien ante la mujer que lo obsesionaba. Se bañó, se afeitó y se perfumó para lucir bien a la hora de la cita. La invitó al cine. Ocuparía la impunidad de la última fila para seducirla. Él llegó media hora temprano. Mientras esperaba, sacó unas monedas de su bolsillo, fue a una botillería cercana y compró una cerveza. Susana apareció justo a la hora señalada. Se saludaron con un beso que casi aterriza en la boca y se dirigieron a la boletería. Mientras decidían que película querían ver, Rodrigo sintió algo extraño. Un inusual sentimiento de inseguridad lo invadió. Cuando llegó el momento de pagar la entrada, el terror se apoderó de él. Por más que buscó en sus bolsillos, no pudo encontrar la billetera. Hizo un recuento de su viaje, y se dio cuenta que el joven colocolino que se sentó a su lado no era tan inocente como lo pensó. Se demoró un poco en decirle a Susana que no tenía plata ni para invitarla a una sopaipilla. A ella le tomó menos tiempo subirse a un taxi y marcharse

Rodrigo caminó de regreso a su casa. Cuando pasaba frente a una botillería, las ganas de tomarse un trago lo inundaron. La pena, la frustración, la impotencia y la masturbación como único panorama seguro ayudaron a que la sed fuera insoportable. Se tocó el bolsillo trasero de su pantalón y sintió un pequeño bulto. Una contradicción invadió la cabeza de Rodrigo: se odiaría el resto de su vida si era la billetera. Pero, por otro lado, la garganta le pedía a gritos un poco de alcohol. Una cerveza, un vino, lo que fuera, pero su organismo necesitaba mucho alcohol… Y era su billetera.

Se sentó en la cuneta a revisar la billetera. Papeles inservibles, poemas malos y otros no tanto, fotos de mujeres desnudas y cartas de amor que nunca entregó la rellenaban. Pero lo que más le importaba a Rodrigo eran los cien mil pesos que había en el interior. A Susana ya la había perdido. No valía la pena volver a soñar con esas piernas, ese culo, esas tetas, esa cintura, esa lengua. Cerró la billetera, la metió en el bolsillo y entró a la botillería.

Compró la mitad del dinero en cerveza y vino. Hizo parar un taxi y le indicó el camino hasta su casa. La carrera costó diez mil pesos. Entró con mucho cuidado. El piso era de madera y dio cada paso como sabiendo dónde sonaba y dónde no. Caminó con las bolsas sobre su cabeza, para no botar ninguna de las figuritas de yeso y cristal que adornaban los muebles. La habitación de Rodrigo estaba en el fondo del patio. Ahí tenía de todo. Hasta baño propio. El perro de la casa se le tiró encima y casi lo hace perder el equilibrio. Se mantuvo en pie como pudo y llegó a la puerta trastabillando. Por suerte, no perdió nada de lo que tenía en las bolsas.

Cerró la puerta con llave y prendió la radio. Se sentó a los pies de su cama y comenzó a revisar las bolsas. Una a una fue dejando las botellas de cerveza y vino en el piso. Se recostó y sacó una foto de Susana desde el bolsillo interior de su chaqueta. La tomó con sus dos manos, extendió sus brazos y la puso frente a su cara. La miró un momento y después la rompió. La cortó en cuatro pedazos. Metió una mano bajo la cama y extrajo una pequeña cesta de color verde que ocupaba de basurero. Se volvió a sentar. Abrió una botella de vino y comenzó a beber.
Durante la noche se tomó casi todas las botellas de vino. Al otro día, al despertar, tenía la ropa llena de vómito y sangre. El vómito no lo sorprendió. Fue la sangre la que lo asustó un poco. No podía recordar de dónde había salido esa gran mancha roja que tenía en su camisa. Intentó pararse y un fuerte mareo lo abordó. Intentó afirmarse de una pared, pero fue en vano. En un abrir y cerrar de ojos, su cuerpo volvió a estar inerte en el suelo de su habitación. El día transcurrió, y cuando el sol comenzaba otra vez a ocultarse, Rodrigo abrió los ojos y trató de parase de nuevo. Ahora, no sin dificultades, lo logró.

Fue hasta el baño que había en su pieza. Se miró al espejo y vio la decadencia de occidente reflejada en un solo hombre y una gran herida en la parte superior de su cabeza. Antes de que se prometiera dejar de beber por enésima vez, los azulejos del baño comenzaron a venírsele encima. Las paredes empezaron a girar cada vez más rápido. La sangre brotó nuevamente y cayó sobre sus ojos. El estómago se le revolvía. Las piernas le temblaban. Un frío repentino lo atacó por la espalda. Cayó de rodillas al piso frente al lavamanos. Se balanceó hacia delante y se golpeó la frente. Una nueva herida se abrió en su cabeza y el baño se pintó de rojo. No se levantó más.

La madre de Rodrigo, Luisa, se preocupó al quinto día sin noticias de su hijo. Él acostumbraba a irse de parranda y terminar en los lugares más insólitos. Por lo mismo no era extraño que desapareciera unos días. Pero esta vez fue distinto. Ella sentía que algo extraño había ocurrido con su hijo. Siempre tuvo miedo de que muriera de mala manera. Pero nunca había sentido la angustia que la invadió en ese momento. Podía oler el cuerpo putrefacto de Rodrigo. No sabía qué hacer, a quién llamar para preguntar por su paradero. Las únicas personas que visitaban a su hijo eran hombres que iban cobrarle alguna deuda. De amigos, nada. Al menos ninguno que ella conociera.

Cuando el cuerpo de Rodrigo comenzó a descomponerse, un olor insoportable invadió su pieza. El sol golpeaba con fuerza y hacía más insoportable el aire. Las moscas se agolpaban en la ventana y luchaban por entrar a darse un gran banquete. El hedor colmó toda la habitación y ya no encontraba lugar para regarse más. Se empezó a colar por debajo de la puerta y las ventanas. El patio se volvió irrespirable. El perro, que ya había ladrado tres días seguidos a causa del olor, no aguantó más y se fue a refugiar debajo de la mesa del comedor. El olor llegó a la casa y Luisa supo que algo raro había pasado. Todos sus temores se hicieron, de repente, tan reales como el olor que la tenía al borde de vomitar.

Para averiguar que había ocurrido, debía romper una de las reglas que existían entre ella y su hijo: nunca entrar a la pieza de Rodrigo. Desde que él tenía dieciocho años que su madre no entraba a la habitación ubicada en el fondo del patio.

Cuando Rodrigo cumplió la mayoría de edad, su padre se fue de la casa con la amante que mantuvo por años. El golpe fue brutal para el joven. El modelo de su vida se había marchado, dejando a la deriva, en un mundo lleno de rincones oscuros y tenues llamas de esperanza, al desamparado hijo. Su consumo de alcohol había comenzado a los quince años, pero siempre dentro de parámetros normales. Luego de que su padre lo abandonó, Rodrigo empezó a beber con más frecuencia y en mayores cantidades. La violencia se transformó en el escudo que lo protegería de los monstruos del mundo que lo atormentaba. Todo lo resolvía peleando y los combos eran su mejor argumento. Estuvo varias veces detenido por riñas callejeras. Su madre, una mujer de débil carácter y tan indefensa como su hijo, no supo como controlar al monstruo que crecía en su hogar. La situación empeoró. Rodrigo comenzó a vaciar los tormentos de su alma, golpeando a su madre. La acusaba de no haber cuidado bien a su papá. Para él, el mal cumplimiento de su rol de mujer, llevó al jefe de familia a abandonar el hogar. Rodrigo tomó el lugar de su padre. Se convirtió en el dueño de la voluntad de Luisa, reduciéndola a un mueble más dentro de la casa. La humillaba y la insultaba constantemente. De ahí en adelante, los golpes fueron habituales y ella se transformó en un fantasma que recorría los pasillos de una casa fría y oscura, prisionero del miedo y la violencia

Todo fue así hasta que abrió la puerta.

La madre venció el miedo y abrió la puerta. La habitación comenzó a mostrarse de a poco ante sus expectantes ojos. Las bolsas con botellas de cerveza y vino estaban tiradas por el piso. Las botellas vacías se esparcían por la pieza como flores en el campo. La cama estaba desordenada, pero se notaba que nadie había dormido en ella. Luisa entró con pasos tímidos y un ligero temblor en las piernas la acompañaba. La lucha contra el miedo era dura. Los recuerdos de las incontables golpizas se mezclaban con las paredes, los muebles, con todo. El olor era una mezcla entre la descomposición, el alcohol, la sangre coagulada y la incertidumbre. Se dirigió lentamente hacia el baño. Daba cada paso con mucho cuidado. La puerta del baño estaba entre abierta. La empujó con su ser lleno de dudas. Rodrigo estaba de boca contra el piso. Tenía una herida en la cabeza. Ya no sangraba. La sangre se había acabado. Estaba muerto.

Luisa cerró la puerta por fuera y corrió hasta la calle. Llegó a la esquina y dobló en dirección a la carnicería. La cortina metálica estaba cerrada y cuatro candados aseguraban el local. Luisa abrió una pequeña puerta de metal que había a un costado. Corrió hasta el final de un estrecho pasillo y llegó a una casa ubicada en un patio interior. Toco la puerta y un fornido hombre de bigote grueso y peinado hacia atrás, atendió el llamado. Luisa entró y no salió de ahí hasta que el sol se ocultó.

El carnicero llevaba en su mano derecha uno de los cuchillos que ocupaba en su negocio. En la otra, un paquete de bolsas de basura color negro. Luisa apuraba sus pasos para poder ir al ritmo de Jaime. Hicieron todo el camino de vuelta hasta pararse enfrente de la puerta de la habitación de Rodrigo. Luisa sacó la llave de su bolsillo y la abrió. Lo hizo muy despacio. La empujó hasta el fondo, Jaime entró primero y ella lo siguió. Llegaron al baño y el carnicero se encontró con el cuerpo del hijo fallecido. Luisa salió al patio y Jaime se quedó adentro haciendo su trabajo. Tomó su cuchillo y comenzó a cortarlo en pedazos. Primero le cortó las extremidades y las metió en una bolsa plástica. El resto del cuerpo lo cortó en cuatro y guardó las partes en las otras bolsas que traía. Tomó ambos paquetes y los sacó de ahí sobre sus hombros. Jaime le dijo a Luisa que vigilara las bolsas, que el perro no las revisara. Él iba a su casa y volvía en seguida. Cinco minutos más tarde, una camioneta blanca con un toldo negro en la parte de atrás esperaba frente a la casa de Luisa. Jaime se bajó, caminó hasta el patio, tomó las bolsas y las llevó hasta la camioneta. No se preocupó en acomodarlas. Las tiró con algo de desprecio. Se sentó tras el volante y Luisa le hizo compañía desde el asiento del copiloto. El vehículo encendió sus motores y se perdió en la oscuridad.

Media hora más tarde, lejos de la ciudad y de un pasado lleno de miedo, la pareja tomó las bolsas y las dejó amontonadas junto a colchones y tasas de baño desechadas por el tiempo. La madre miró por última vez a su hijo. Algo de pena sintió, pero no alcanzó para convertirse en arrepentimiento. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no estalló en un llanto desconsolado. Comenzó a sentir frío. Un ligero temblor le recorrió el cuerpo. Jaime se acercó y la abrazó por al espalda. La puso mirando hacia él y le dio un beso. Después de diez años, por fin, pudieron amarse.







1 Testigos:

Hector Muñoz Tapia dijo...

El amor se presenta de maneras misteriosas y en las circunstancias más inesperadas. El amor nos lleva a la muerte y a la vida, polos tan opuestos como el día y la noche.

De la tragedia al alivio parece que hay un paso. ¿Habré entendido bien?

Abrazo, pluma talentosa!!!